Nuestro compañero, Jaime Carbonel, mediante una serie de artículos nos dará un punto de vista desde la figura del arquitecto técnico, sobre la arquitectura zagrí y mudéjar en Aragón.
Autor del libro «El Alminar de Tawust», las intervenciones en obras de restauración del patrimonio de Jaime Carbonel le han llevado a conocer los aspectos más singulares de la arquitectura tradicional aragonesa, como el uso del yeso como material de agarre en lugar del mortero de cal, que era lo habitual en el resto de casi todo el mundo. Su dedicación al estudio detallado de la torre de Santa María de Tauste arroja unos resultados sobre su datación bien diferentes de los que se han sostenido tradicionalmente. Unas conclusiones que afectan de manera muy positiva al pasado de Tauste y a las consideraciones sobre el verdadero origen de la arquitectura mudéjar aragonesa.
“Deseo comenzar dando las gracias a la Junta de Gobierno de nuestro Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Zaragoza por la oportunidad que me brindan, a través de este medio, de compartir con todos los compañeros los descubrimientos y progresos llevados a cabo en los últimos años acerca del verdadero origen de la arquitectura mudéjar aragonesa, que, merecidamente, pasa por ser la más genuina y enraizada en nuestra tierra.
El valor del patrimonio arquitectónico no depende solamente de su contenido artístico y de su estado de conservación, puesto que también la historia y los siglos que lo contemplan suponen un componente primordial en todo ello. Nuestro colectivo ha permanecido siempre al margen de discusiones sobre dataciones de los edificios más representativos del patrimonio aragonés, dejando la exclusividad de esta labor a los historiadores del arte. Intervenimos de forma muy activa en la ejecución material (que es nuestra especialidad) de las obras de restauración de torres, iglesias y otros edificios y parece que solo nos preocupa la buena realización de los trabajos en los aspectos que profesionalmente nos conciernen (replanteos, control de materiales, seguridad, etc.), siempre bajo las premisas marcadas en un proyecto generalmente redactado por arquitectos. Como mucho, nos interesamos por la historia de ese edificio donde vamos a intervenir leyendo el bosquejo que aparezca escrito
al respecto en la memoria del proyecto y, quizá, buscando alguna información adicional en Internet o en publicaciones varias. Casi siempre, toda esa información proviene de lo que previamente han dictaminado los historiadores -gentes de una formación muy diferente a la nuestra-, contenidos que vienen repitiéndose durante décadas y que rara vez han sido revisados o actualizados.
Los arquitectos técnicos debemos ir tomando conciencia de lo mucho que, desde nuestra especialidad, podemos aportar al verdadero conocimiento de nuestro patrimonio arquitectónico y su puesta en valor. A menudo, cuando se trata de edificios religiosos, son conjuntos erigidos a lo largo de diferentes épocas (naves, capillas, campanarios, edificios anexos, etc.), sobre los que nosotros sabemos “leer” como pocos su evolución y establecer unas relaciones de precedencia que nos llevarán a unas dataciones relativas a veces no coincidirán con las que tradicionalmente se les ha adjudicado.
Los que estamos acostumbrados a ver “las tripas” de esos viejos edificios, cuando lo hacemos con espíritu crítico y despierto, encontramos a veces realidades contradictorias con lo que, desde una formación de Letras, se ha afirmado categóricamente. A pesar de la insistencia de esas realidades constructivas, renunciamos a defenderlas porque, en la mayoría de los casos, los profesionales intervinientes en los proyectos de esas obras no suelen ofrecer disposición a las novedades que ello reporta, casi siempre obedientes a lo que se indica desde Historia del Arte o desde las Comisiones de Patrimonio. En esas esferas tampoco encontramos campo abonado donde puedan dar frutos nuestros descubrimientos y tenemos que empezar por crearlas en nuestro propio ámbito, es decir, en nuestro colectivo, convencidos de lo mucho que podemos aportar para aumentar la consideración y el valor histórico de una parte considerable de nuestro patrimonio.
Siempre coincide con aquellos casos en los que no existe documentación que exprese de forma precisa y fiable la fecha de construcción del monumento en cuestión o del origen del mismo y, cuando algo de ello hay, no se ha reparado en que se habla genéricamente de “obras de…” o de “construcción de…” sin especificar si verdaderamente se trata de nueva planta o de una restauración o ampliación. Es cuando entramos nosotros (o algún arquitecto crítico, que también los hay y ya os iré hablando de ellos) nos damos cuenta de que esa torre no fue construida para ser el campanario de la iglesia a la que pertenece porque cuando esta se hizo aquella ya estaba. Lo detectamos mediante el análisis de los encuentros constructivos y otros detalles que, a lo largo de diversos artículos, me propongo ir exponiendo.
Descubriremos que el verdadero origen de nuestra arquitectura mudéjar no es algo que venga inspirado en el arte de los almohades, como siempre se nos ha dicho, ese pueblo fanático y guerrero del desierto que invadió el sur de la Península cuando aquí, en Aragón, ya llevábamos décadas de cristiandad. Ese origen lo tenemos en casa, que no es poco, como iremos comprobando. Y si fascinante puede resultar esto, más todavía será la apreciación de cómo, cuándo y de dónde vino todo ello.
Naturalmente, para comprenderlo, tendremos que profundizar en el conocimiento de la historia. Cuando nos encontramos ante hallazgos que no concuerdan con las versiones históricas que nos contaron en el instituto, no nos queda más remedio que ampliar esa información a través de otras fuentes, que las hay.
Descubriremos en Zaragoza un siglo de oro que comienza en 1018, fecha en la que por primera vez en la historia se declara en nuestro territorio un estado independiente con personalidad propia (cuando Aragón no existía todavía como reino) y termina en 1118, con Alfonso I el Batallador. Es la época de la taifa de Saraqusta, cuando se construye el palacio de la Aljafería, el más rico y grandioso de todos los que se edificaron en toda la Península a lo largo del siglo XI. De una etapa tan rica, no podía ser que solo nos quedara ese palacio y unos cuantos castillos en ruinas esparcidos por nuestras estepas ni que en una civilización tan avanzada para aquel entonces se construyera tan mal que nada mereciera la pena ser conservado o reaprovechado.
Otro detalle: a muchos nos enseñaron en las escuelas donde cursamos la carrera que no debía usarse el yeso en obras expuestas al ambiente exterior y nos decían que, antes de conocerse el cemento, los morteros se hacían con cal. En los libros de historia del arte sobre el mudéjar aragonés se da por hecho que los ladrillos están sentados con mortero de cal. Sin embargo, descubrimos que en Aragón casi todo nuestro patrimonio está construido con yeso y ahí permanece, después de siglos y siglos. ¿Es el yeso ese material “deleznable” que nos dijeron?
De todo esto iremos hablando.”
Jaime Carbonel Monguilán. Arquitecto Técnico.