Con la aproximación hasta Ateca llegamos al punto más extremo del río Jalón de nuestro viaje siguiendo su curso en el sentido ascendente. Después aprovecharemos para recorrer otros lugares de la comarca.
Se sabe que existía ya en época islámica y cabe destacar que el insigne arabista aragonés Miguel Asín Palacios tradujo el topónimo como “antigua”, por referencias a otra Ateca con el mismo significado cerca de Bagdad. Recuérdese que en muchos de estos artículos que venimos publicando, relacionamos nuestra arquitectura de ladrillo y yeso con el mundo persa.
Particularmente, es difícil explicar toda la fascinación que esta torre ha causado en mí desde hace mucho tiempo, hasta el punto de que no pude resistirme a dedicarle un protagonismo especial en “El alminar de Tawust”, donde me tomé la libertad de recrear el origen de algunos misterios que esta construcción encierra, relatando su construcción novelísticamente, versiones que, desde el punto de vista científico, solo son conjeturas.
Ya desde lejos, destaca allá arriba en lo alto del casco urbano, dominando el territorio y con sus destellos producidos por el reflejo de la luz en sus decoraciones de cerámica vidriada que parecen aligerar su gran masa. Me basaré, para describirla, en el trabajo que sobre ella hizo Agustín Sanmiguel.
Consta de dos cuerpos de planta cuadrangular, aunque el superior es una construcción barroca que vino a sustituir al original.
El cuerpo inferior, objeto de este artículo, es especialmente singular, con una serie de “irregularidades” que, a simple vista, pudieran parecer consecuencia de la impericia del alarife que la concibió y que la llevó a cabo, pero veremos que no es así, sino todo lo contrario.
En primer lugar, su planta se aleja mucho de lo que sería un cuadrado. Realmente se trata de un romboide, con los cuatro lados y los cuatro ángulos bastante desiguales, como puede verse en la siguiente figura, donde se representa la planta de cubiertas de la iglesia y la torre. Para comprenderla, adelantamos ya que la torre fue en su origen una construcción exenta (sin ningún edificio que se le adosara por ningún lado) y, por tanto, anterior al templo que hoy conocemos, circunstancia que, por una vez, todos los historiadores reconocen.
Cualquier profesional de la arquitectura a quien se nos hubiera encargado la ejecución de esta obra habríamos puesto especial cuidado en “lo más sencillo” para que, luego, “lo complicado” no nos ofreciera mayores dificultades de las que ya tiene de por sí. Con “lo más sencillo” me refiero al replanteo de su planta sobre el terreno, pues dibujar un cuadrado perfecto con unos cordeles y unas estacas es algo de lo más elemental, sobre todo para alguien que luego demuestra poseer un dominio magistral de la geometría en sus realizaciones decorativas de las cuatro caras, que es a lo que me refiero cuando hablo de “lo complicado”. Esta irregularidad en la planta, viéndola allí, desde luego, no se aprecia. No puede ser algo casual y, menos aún, producto de dejadez o impericia, sino que ha de responder, obviamente, a algo intencionado. Agustín Sanmiguel seguramente da en el clavo cuando aporta como posible explicación la ligera variación de orientación de sus lados para ofrecer una mejor imagen desde determinados puntos de la población o de los caminos del entorno. Es necesario para ello mucho dominio, ya no solo de la geometría sino también de la concepción espacial de la torre en relación al paisaje que la rodea. Y no le falta razón para ello si, tal y como iremos viendo, debemos suponerla como un alminar-atalaya-puerta del reino de Saraqusta. Es un buen razonamiento (pero no el único) para justificar que estuviese exenta en su origen. En palabras del propio Sanmiguel, para un viajero procedente de Toledo, la súbita visión de esta magnífica torre en lo alto de la población, en el momento en el que el estrecho valle del Jalón se abre a la fértil huerta que se prolonga hasta Calatayud, indicaría sin lugar a dudas que acababa de entrar en un reino importante. Y está claro que, para aquellos sultanes que gobernaban nuestro territorio allá por el siglo XI, la propaganda era algo muy importante.
Pero vayamos por partes y comencemos por su relación con el templo al que acompaña. La obra original del mismo comienza por un ábside poligonal de siete lados perfectamente orientado hacia el Este (orientación canónica de las iglesias medievales), al que siguen dos tramos cubiertos por bóvedas de crucería. Esta obra está datada en el siglo XIV, algo que no ofrece dudas. En el siglo XVI se construye un tercer tramo y, en épocas posteriores, otras construcciones añadidas. En el plano anterior ya hemos visto lo “mal” que se relacionan la torre y el templo. Este está perfectamente orientado hacia el Este. Seguramente, el templo anterior era una mezquita y su orientación hacia el SE sería más acorde con la de la torre.
Si tuviéramos que considerar que la torre hubiese sido una construcción cristiana (posterior a 1120), tendría que haber sido el campanario de otra iglesia anterior que ya desapareció. Agustín Sanmiguel plantea lo siguiente: de ser un campanario, que es lo último que se construye en una iglesia, habría que suponer la construcción de una iglesia de grandes proporciones (en consonancia con la torre) en el siglo XII o en el XIII, cuando en Aragón predominaba el estilo cisterciense (cerca está el Monasterio de Piedra) que es la antítesis artística de la torre. ¿Podemos pensar que esa supuesta iglesia se derribara en el siglo XIV, manteniendo la extraña torre, para construir, desalineada, la iglesia mudéjar actual? Evidentemente no.
En las sucesivas etapas de construcción de la iglesia fueron ocultando las caras norte, este y parte de la oeste en la zona baja, quedando solamente íntegra la visión de la cara sur. Los paños decorativos se repiten en los cuatro lados, aunque adaptados a las diferencias de longitud de los mismos, ya explicadas anteriormente, dificultad que al alarife parece que no le supuso ningún problema, pues la resolvió con total maestría.
Siempre se dijo de ella aquello de que tenía “estructura de alminar almohade”, es decir, una torre dentro de la otra con la correa de escalera entre ambas. Sin embargo, aquí nos encontramos ante uno de los casos más incuestionables de que se trata de una escalera intramural. Solo hay que ver las secciones lateral y central que a continuación se exponen para darse cuenta de que realmente no son dos torres sino una sola, hecha con muros de gran espesor, con la escalera alojada dentro de los mismos (como si una oruga los hubiese horadado helicoidalmente por su interior), tan solo aligerada por cuatro estancias superpuestas cubiertas por bóvedas de cañón apuntado, orientadas la primera y la tercera en dirección este-oeste y la segunda y la cuarta en dirección norte-sur, con la clara intención de contrarrestar empujes (se ve que algo sabía también de equilibrios de fuerzas el experto alarife que la construyó).
Esta torre contiene una fuente de sorpresas que la hacen especialmente única y singular. La primera de ellas, cuando uno se acerca, es la visión de un arco aquillado en la fachada sur en el que no es descartable cierta influencia persa, contrastando con el arco apuntado que se cobija debajo del mismo.
El repertorio de bovedillas que cubren el hueco de la escalera en la parte baja es sumamente interesante y no encontramos esa variedad en ninguna otra torre. El primer tramo y parte del segundo se cubren con bovedillas de medio cañón, de unos 50 cm de longitud, en número de nueve, que se van escalonando a medida que se sube. Cabe destacar en ellas la disposición de los ladrillos, pues no siguen la dirección radial sino de cuña, con las claves desaparejadas, solución arcaica propia del arte islámico.
En lo que queda de ese segundo tramo y parte del tercero, encontramos seis bovedillas como “de crucería” cuya particularidad reside en que los ladrillos no están colocados a sardinel, sino que todo ello está hecho mediante la técnica de hiladas voladas de ladrillos horizontales, tanto los arcos cruceros como los transversales, así como la plementería. No se conoce semejanza alguna en ningún otro sitio, salvo la detectada por Agustín Sanmiguel en dos de las nueve minúsculas cúpulas del sector central de la mezquita de las Tornerías, en Toledo (siglo XI), apuntando que también existe variedad de cupulillas en esta misma ciudad, concretamente en la mezquita de Bab al Mardum. A partir de ahí, se sigue con el sistema de bovedillas enjarjadas, habitual en todas las torres que llevamos estudiadas hasta ahora. Realmente, la solución de esas seis bovedillas “de crucería” parece casi disparatada, por su desproporcionada complejidad para la función que realizan, pero de ninguna manera cabe pensar en indecisión o improvisación por parte de un alarife capaz de erigir semejante obra. De todas formas, cualquier explicación a ello en la actualidad no dejarán de ser meras conjeturas, pero sí cabe pensar en una intención de dejar testimonio de los conocimientos constructivos de este personaje.
También debemos a la sagacidad de Agustín Sanmiguel la detección del asombroso parecido de esta torre con la de Khalef (Susa, Túnez), datada en el año 859. Esta última es una construcción militar y carece de decoración exterior, pero en cuanto a dimensiones y estructura parecen primas hermanas.
No nos extenderemos en describir toda la exuberante decoración exterior, puesto que ya está suficientemente detallada en otras publicaciones, pero sí apuntaremos algo muy interesante para nosotros, los arquitectos técnicos, quienes, por “deformación profesional”, acostumbramos a preguntarnos “cómo haría esto yo si me encargaran hacerlo”, esta vez en referencia a esos complicados dibujos geométricos mediante ladrillo resaltado. Siempre pensé que la forma más directa sería darle al fondo una mano de enlucido de yeso para dibujar encima cómodamente esas figuras. Posteriormente, realizaría una roza mediante maceta y cincel y, después, encajaría en esa roza las tiras de ladrillo, recibidas con pasta del mismo yeso. Ese enlucido, al ser una capa fina, ha desaparecido con el tiempo, pero, en el caso de Ateca, quedan restos de la misma en unos paños que quedaron protegidos del exterior al ser la torre parcialmente envuelta por la construcción de la iglesia. Ello demuestra que realmente se hizo de esta manera y debemos pensar en la gran belleza añadida que tuvieron nuestras torres con los fondos blancos de los tableros decorativos mientras duró el enlucido, con esos fuertes contrastes de tonalidades, luces y sombras.
También merece la pena destacar la circunstancia del arcaísmo en algunos de sus paños. El propio Gonzalo Borrás, quien siempre defendió la ascendencia almohade de nuestras torres, reconoce para esta que es “como si no hubiese penetrado todavía lo almohade”. Otros investigadores, como Ortega, Galiay, Abbad o el propio Agustín Sanmiguel, ya adelantaron la hipótesis de que realmente se tratara del alminar de una mezquita anterior a la iglesia que hoy conocemos, pero el profesor Borrás negó tal posibilidad porque “estaba relacionada estructuralmente con lo almohade, aunque desde el punto de vista decorativo resulte más arcaizante”. Esta explicación tenía entonces fundamento porque todavía no se había percibido que, realmente, no son dos torres concéntricas, sino una sola con escalera intramural, algo que hemos descubierto cuando hemos estudiado nuestras torres desde la visión del arquitecto técnico. Aun así, de forma extraña y a pesar de que esto ya es suficientemente sabido, seguimos encontrando publicaciones recientes en las que se continúa repitiendo la descripción de “torre mudéjar del siglo XIII con estructura de alminar almohade”, restándole al monumento el verdadero valor histórico que posee y empañando la especial seducción que despierta después de todo lo aquí expuesto.
Jaime Carbonel Monguilán. Arquitecto Técnico.
Autor del libro «El alminar de Tawust», las intervenciones en obras de restauración del patrimonio de Jaime Carbonel le han llevado a conocer los aspectos más singulares de la arquitectura tradicional aragonesa, como el uso del yeso como material de agarre en lugar del mortero de cal, que era lo habitual en el resto de casi todo el mundo. Su dedicación al estudio detallado de la torre de Santa María de Tauste arroja unos resultados sobre su datación bien diferentes de los que se han sostenido tradicionalmente. Unas conclusiones que afectan de manera muy positiva al pasado de Tauste y a las consideraciones sobre el verdadero origen de la arquitectura mudéjar aragonesa.
Artículos anteriores
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La arquitectura zagrí y mudéjar en Aragón (II): El caso de Tauste.
La arquitectura zagrí (IlI): Un poco de historia.
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Técnicas de construcción con yeso.
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